En fin, que John Carlin ha escrito:
LA EXIGENCIA DEL BUEN FÚTBOL
En Mayo de 1997 viví una inmersión total en Can Barça, entidad desconocida para mí hasta aquel momento. Vivía en Washington, donde trabajaba para el diario The Independent de Londres, y los jefes del diario tuvieron la genial idea de enviarme a Barcelona para hacer un reportaje sobre Bobby Robson, entonces entrenador del primer equipo de fútbol. Este fue, con diferencia, el trabajo más interesante que hice durante los casi cuatro años que estuve de corresponsal en los Estados Unidos. No es broma. Aprendí tres cosas, en orden ascendente de importancia. Una, que Robson, pese al trato despectivo que sufrió por buena parte de la prensa y de la afición culé, era un gran tipo. Dos, como de profunda e intensa era la rivalidad Barça-Real Madrid, equipos que se enfrentaron en el Camp Nou al final de la semana que pasé en Barcelona (ganó el Barça con gol de Ronaldo). Tres, la exigencia de la afición barcelonista por su buen gusto por el fútbol, independientemente del resultado.
Doce años después, once de los cuales he estado viviendo en Barcelona, es el tercer fenómeno el que me parece más fascinante, lo que define al club y lo distingue de todos los otros.
Especialmente si lo comparamos con el fútbol inglés, que antes de mi aprendizaje relámpago en aquel mayo del 1997, había sido mi principal referencia deportiva. Fui aficionado durante mi infancia, mi adolescencia y gran parte de mi vida adulta del Manchester United, el equipo que por tradición jugaba el fútbol más exuberante de las islas. Pero, aun así, lo que realmente nos importaba a los que viajábamos por toda Inglaterra siguiendo al equipo era ganar, fuese como fuese. No recuerdo nunca una conversación después de una victoria en la que los aficionados nos quejásemos de la pobreza del espectáculo que nos había brindado nuestro equipo. Una victoria reñida, tacaña, 1 a 0 contra el Birmingham City o el West Bromwich Albion o el Southampton (y qué decir si el rival era el Liverpool o el Manchester City) siempre era motivo de gozo. Esta era la cultura de los años setenta, y ésta sigue siendo la cultura de hoy. Está claro, si el equipo juega bien, si el balón fluye, mejor. Pero la calidad del juego no ocupaba el primer lugar (ni el segundo, ni el tercero) en nuestra lista de prioridades.
Entonces, llego a Barcelona, conozco a Robson y me dice, con comprensible sorpresa: “No te lo creerás, John. Aquí ganamos y hacemos goles por un tubo pero no paran de criticarme. Hicimos seis contra el Rayo Vallecano el otro dia y el Camp Nou nos silbaba porque consideraban que el fútbol no estaba a la altura. No lo entiendo, te lo prometo...”. En Inglaterra esta actitud aún no la entienden.
A mi, al principio, también me costó. Me costó creer que el Barça echara a Robson después de un año en el que se batió el récord de goles marcados en una temporada y se perdió la Liga ante el Madrid de Capello por los pelos. Como también, una vez instalado en Barcelona en 1998, me siguió costando. Con Louis Van Gaal de entrenador, el Barça ganó ligas, llegó lejos en la Champions y jugó un fútbol nada desagradable. Le ofreces eso a un aficionado del Manchester o del Liverpool y te lo compra encantado. Esta desesperación del barcelonismo por ganar incluso más y jugar incluso mejor me daba la impresión de que rozaba la locura.
Pero poco a poco fui cogiendo la idea, fui anatomizando los factores que definían esta cultura futbolistica inicialmente tan ajena a mi. Por un lado existía la hegemonía del Barça y el Madrid en el fútbol español, la expectativa de ambos al principio de cada temporada de que iban a ganar la Liga. Durante casi 20 años, en mis tiempos de aficionado del Manchester, el equipo no ganó el campeonato inglés, y durante una temporada estuvo en segunda. En cambio, tal es la presunción de triunfo liguero en el Barcelona que la afición se puede permitir el lujo de exigir arte. Pero tal vez lo más importante de todo es el recuerdo en la memoria colectiva culé del Dream Team de Cruyff. El listón lo puso muy alto aquel equipo, pero aquí se quedó. Con lo cual, todo cuanto esté por debajo de aquel ideal platónico, por más títulos que se ganen, no acaba de satisfacer el hambre culé.

Habrá otras explicaciones, estudiosos del fenómeno tendrán mucho más que decir al respecto. La única cosa que puedo afirmar con seguridad es que soy un converso. He abandonado la filosofía resultadista con la que me crié por el amor al arte en el fútbol. Once años en Barcelona han dejado su rastro. Pensaba que el Manchester sería la pasión más constante de mi vida, pero no ha resultado así. Por diversos motivos ya no me importa lo que le pasa al Manchester. Es más, en la final de la Champions, la última en Roma, no tenía dudas. Yo, y mi hijo de nueve años (otro factor importante en mi conversión) íbamos con el Barça.
Si me encantó el Barça de Ronaldinho y Rijkaard, el de la temporada pasada de Guardiola me enamoró. Nunca he visto un equipo que me haya dado más alegría durante toda una temporada, partido tras partido, infaliblemente, que el que acaba de ganar el triplete. Viéndolos jugar por fin entendí lo que Bobby Robson no entendió y yo no pude entender hace 12 años: que es preciso aspirar a lo mejor, que es preciso soñar, que en fútbol, como en todo, es preciso tener máxima ambición: es preciso llevar el cielo a la tierra.
Y eso es lo que consiguió en el campo el Barça la temporada pasada. El mejor fútbol que he visto en más de medio siglo de vida. Uno se fija, por supuesto, en la calidad de su fútbol ofensivo. En el anchísimo repertorio goleador, en el ritmo musical del centro del campo hacia arriba, en la posesión perpetua, en la insistencia siempre de acariciar el balón, no picarlo. Pero el brillo del equipo no sólo se vio en el ataque, sino también en la combinación de garra y organización que conseguía siempre una recuperación rapidísima del balón. La presión del equipo era constante tanto en ataque como en defensa. En los dos casos, todos cumplían su papel. Messi, Eto'o, Xavi e Iniesta creaban pánico constante en las defensas rivales, pero cuando el otro equipo tenía el balón se convertían momentáneamente en animales de presa, en Gattusos o Makeleles o Roy Keanes. Y, de la misma manera pero al revés, cuando Touré o Piqué o Puyol no estaban defendiendo, hacían uso inteligente, culto del balón. Y qué decir de Dani Alves, está claro: el máximo exponente del concepto “dos jugadores en uno”.

El único equipo que le plantó un reto serio al Barça en toda la temporada fue el Chelsea. Y eso fue porque el equipo londinense tuvo la inteligencia de reconocer que el Barça era mucho mejor equipo y que solo había una manera de ganarles, y eso era jugando tenazmente a la defensiva y esperando que en un contragolpe se consiguiera un gol. O sea, el Chelsea, grande y rico equipo inglés, jugó estos dos partidos de semifinal de la Champions como jugaría Noruega contra Brasil. Un hecho que representó un enorme halago y la prueba definitiva de la grandeza de dicho Barcelona.
Grande pero también humilde. El Barça es un equipo de profesionales, de trabajadores honrados que lo dan todo por el equipo sobre el campo y fuera de él no buscan la celebridad. Leo Messi es el mejor ejemplo de lo que estoy diciendo. Es, según todos sus compañeros, el mejor del equipo. Y, según cualquier persona que entienda de fútbol (como por ejemplo, Alfredo Di Stéfano), el mejor del mundo y uno de los grandes de todos los tiempos. Cuando no juega, no busca el estrellato. Mas bien todo lo contrario. Cuando está en el terreno de juego, hace cosas que nadie más ha podido hacer, tanto a nivel individual como colectivo. Y en ello radica su grandeza. Hace más goles que nadie pero es, antes que nada, un jugador de equipo. En la final de la Champions, en la que todo el mundo sabía que se disputaba el Balón de Oro con Cristiano Ronaldo, Cristiano jugó para sí mismo (durante diez minutos) y Messi subordinó su talento al bien colectivo. No se pasó el partido intentando driblings mágicos o goles apoteósicos. Jugó como uno más, demostrando con hechos lo que siempre predica, que el fútbol no es un deporte en el que prevalece la gloria individual. Y, además, es canterano. Como lo fueron siete de los once que jugaron esa final. A ver quien sale en la temporada que acaba de arrancar. A ver si se repiten las glorias de la pasada temporada. Parece imposible Aquello fue casi demasiado sublime. Pero se puede soñar.
